y por eso no advirtió su presencia hasta que casi chocó contra ella.
- Perdone – dijo él, aún distraído y manoteando torpemente el diario.
- Vaya eres tu, pero si eres tú – dijo ella.
Victor alzó la vista. Lizzette estaba frente a él, con gesto sorprendido, sonriente. Tenia exactamente el mismo aspecto de siempre: Victor incluso creyó reconocer aquella casaca de cuero negro que algún día le compro. Que Bárbaro, cinco años sin verse y vestía la misma casaca que antes. Con lo mucho que se cambiaba de ropa por entonces y la cantidad de dinero que se gastaba en trapos.
- Pues sí, soy yo.
Se quedaron unos instantes sin saber qué decirse.
- Estás igual – dijo él.
- Tú también - dijo ella.
Victor se pasó disimuladamente una mano por el pelo, algo mas ralo pero aun conservaba su largo cabello, nunca había cambiado de peinado desde la secundaria (justo el tiempo en que la conoció a ella) y en el instituto seguía con el mismo peinado donde ella también había estudiado y terminado antes que él, aunque valgan verdades siempre parecía que ella le llevaba algo de ventaja en cuestiones de éxito económico claro había heredado una pequeña mina de oro que le generaba una entrada de dinero diaria considerable y él pues tenia su negocio que marchaba a paso lento pero siempre con la esperanza de que algún día diera sus frutos, tiempo el cual le dio la razón pero que Lizzette no pudo disfrutar.
- Acabo de llegar – explicaba Lizzette – Hace un par de días. Y ya no me voy mas. Se acabo la aventura italiana.
Era verdad, sí. Ahora Victor recordaba vagamente que Lizzette le había escrito que pensaba regresar a Lima. Pero eso había sido un año atrás. Ella se fue del país ahuyentada de tener a un hombre kilometralmente distinto que ella, uno se preguntara como duraron tanto tiempo (cerca de 8 años) hasta para responder a esa pregunta se da uno cuenta de que hasta en eso pensaban diferente, era un hecho que los dos se querían, un amor extraterrestre para el que este planeta no estaba aun listo (ni siquiera ellos), seguramente habitantes de otros planetas habrían envidiado su amor pero aquí en este planeta no, aquí no. Bueno el hecho era que se su padre vivía en Italia ya hace algunos años y le dio cobijo a su tristeza de tanto haber amado, querido, herido y dejado al hombre que abrigaba las noches mas frías y también las mas calientes de su cama ( el único lugar donde se entendían a la perfección, pero eso no bastaba).
- Te debo un mail, por cierto – recordó de pronto Victor, sintiéndose culpable.
- No te preocupes: ahora ya me podrás decir las cosas cara cara. O por teléfono.
Rieron los dos, Lizzette enseñando sus dientecitos pequeños y parejos, como de niña. Una mujer tan estupenda, Lizzette. Pero ¿qué cosas? ¿qué cosas podría decirle? ¿de que podría hablarle? ni por carta, ni por teléfono, ni cara a cara: no se le ocurría nada que contarle a esa mujer estupenda con la que había vivido casi 8 años.
- ¿Qué tal te va en la vida? – pregunto ella.
- Bien. Bueno.... Sí, bien ¿y a ti? – titubeó el.
- Muy bien. Ya ves. En pleno cambio.
Y, sin embargo los primero seis meses de su relación había sido un incendio. Y estoy hablando de al principio muy al principio, en los primeros tiempos: en esas épocas la piel echaba chispas, el silencio de otro era un enigma que avivaba el deseo y por las venas corría lava en vez de sangre. Victor nunca había mantenido un a relación sexual tan descomunal y tan febril como con Lizzette. Cuando se encerraban el uno con el otro estallaban cohetes, se calcinaban las estrellas, el mundo era un perpetuo redoble de tambor. Se bastaban. No necesitaban nada más. Era la apoteosis de los cuerpos. Ellos esperaban que algún vecino llamase a los bomberos, que apagué algo que solo podía ser apagado con toda el agua de las 200 millas del mar de Grau. El todavía la seguía deseando.
- ¿Sigues viviendo en Sta. Anita? - preguntoLizzette
- No ya me compre un depa, algo pequeño pero mío. Y tu donde vas a vivir?
- Oh, ahora, de momento, estoy en la casa de mi mama, pero estoy buscando una casa. Quiero comprar una.
Era la misma, exactamente la misma mujer que le volvió loco tiempo atrás, pero algo se había roto definitivamente. Al sutil mecanismo de la pasión le faltaba una pieza. Era como un reloj estropeado: si no marca la hora, se convierte en materia desordenada y absurda, en tuercas, cristales, ruedecillas inútiles. El reloj pierde su sustancia y ni siquiera es. Del mismo modo, los dientecitos de Lizzette, antes irresistibles, una suerte de dulces mordeduras, eran hoy unos dientes ajenos, inanimados. Años atrás no hubiera podido estar tan cerca de ella sin temblar y hoy deseaba marcharse. Le había herido.
- Y tu madre
- Muy bien. Con sus achaques, pero bien ¿y tu papa? – dijo el
- Estupendo, se volvió a casar con una italiana, ya sabes como es el pillo, dice que la tercera es la vencida.
- Que bien.
Coincidieron los dos, años atrás en una esquina del tiempo y el espacio. Pero después el mundo siguió girando y se perdieron. Y, sin embargo, ahora aún la quería. Se querían mucho los dos, de eso estaba seguro: con un amor antiguo y animal, con la costumbre de quien ha compartido gripes y de insomnios, con el mismo entrañamiento con que quieres a esa amiga que sales siempre y con la cual nunca sucede nada. La extrañaba.
- Bueno, Victor, me voy a tener que ir – sonrió ella – A ver si un día quedamos y comemos.
A Lizzette, la conocía bien, le pasaba lo mismo: estaba huyendo. Se miraron, se sonrieron; y se abrazaron estrechamente, con el dulce recuerdo de los abrazos de antaño. Que seas feliz, pensó Victor, que seas muy feliz, deseó desde el fondo de su corazón, con todas sus fuerzas. Y después se separaron los dos, muy aliviados.
Lizzette mía de siempre y la vez siempre tuyo, Victor, pensó el.
- Perdone – dijo él, aún distraído y manoteando torpemente el diario.
- Vaya eres tu, pero si eres tú – dijo ella.
Victor alzó la vista. Lizzette estaba frente a él, con gesto sorprendido, sonriente. Tenia exactamente el mismo aspecto de siempre: Victor incluso creyó reconocer aquella casaca de cuero negro que algún día le compro. Que Bárbaro, cinco años sin verse y vestía la misma casaca que antes. Con lo mucho que se cambiaba de ropa por entonces y la cantidad de dinero que se gastaba en trapos.
- Pues sí, soy yo.
Se quedaron unos instantes sin saber qué decirse.
- Estás igual – dijo él.
- Tú también - dijo ella.
Victor se pasó disimuladamente una mano por el pelo, algo mas ralo pero aun conservaba su largo cabello, nunca había cambiado de peinado desde la secundaria (justo el tiempo en que la conoció a ella) y en el instituto seguía con el mismo peinado donde ella también había estudiado y terminado antes que él, aunque valgan verdades siempre parecía que ella le llevaba algo de ventaja en cuestiones de éxito económico claro había heredado una pequeña mina de oro que le generaba una entrada de dinero diaria considerable y él pues tenia su negocio que marchaba a paso lento pero siempre con la esperanza de que algún día diera sus frutos, tiempo el cual le dio la razón pero que Lizzette no pudo disfrutar.
- Acabo de llegar – explicaba Lizzette – Hace un par de días. Y ya no me voy mas. Se acabo la aventura italiana.
Era verdad, sí. Ahora Victor recordaba vagamente que Lizzette le había escrito que pensaba regresar a Lima. Pero eso había sido un año atrás. Ella se fue del país ahuyentada de tener a un hombre kilometralmente distinto que ella, uno se preguntara como duraron tanto tiempo (cerca de 8 años) hasta para responder a esa pregunta se da uno cuenta de que hasta en eso pensaban diferente, era un hecho que los dos se querían, un amor extraterrestre para el que este planeta no estaba aun listo (ni siquiera ellos), seguramente habitantes de otros planetas habrían envidiado su amor pero aquí en este planeta no, aquí no. Bueno el hecho era que se su padre vivía en Italia ya hace algunos años y le dio cobijo a su tristeza de tanto haber amado, querido, herido y dejado al hombre que abrigaba las noches mas frías y también las mas calientes de su cama ( el único lugar donde se entendían a la perfección, pero eso no bastaba).
- Te debo un mail, por cierto – recordó de pronto Victor, sintiéndose culpable.
- No te preocupes: ahora ya me podrás decir las cosas cara cara. O por teléfono.
Rieron los dos, Lizzette enseñando sus dientecitos pequeños y parejos, como de niña. Una mujer tan estupenda, Lizzette. Pero ¿qué cosas? ¿qué cosas podría decirle? ¿de que podría hablarle? ni por carta, ni por teléfono, ni cara a cara: no se le ocurría nada que contarle a esa mujer estupenda con la que había vivido casi 8 años.
- ¿Qué tal te va en la vida? – pregunto ella.
- Bien. Bueno.... Sí, bien ¿y a ti? – titubeó el.
- Muy bien. Ya ves. En pleno cambio.
Y, sin embargo los primero seis meses de su relación había sido un incendio. Y estoy hablando de al principio muy al principio, en los primeros tiempos: en esas épocas la piel echaba chispas, el silencio de otro era un enigma que avivaba el deseo y por las venas corría lava en vez de sangre. Victor nunca había mantenido un a relación sexual tan descomunal y tan febril como con Lizzette. Cuando se encerraban el uno con el otro estallaban cohetes, se calcinaban las estrellas, el mundo era un perpetuo redoble de tambor. Se bastaban. No necesitaban nada más. Era la apoteosis de los cuerpos. Ellos esperaban que algún vecino llamase a los bomberos, que apagué algo que solo podía ser apagado con toda el agua de las 200 millas del mar de Grau. El todavía la seguía deseando.
- ¿Sigues viviendo en Sta. Anita? - preguntoLizzette
- No ya me compre un depa, algo pequeño pero mío. Y tu donde vas a vivir?
- Oh, ahora, de momento, estoy en la casa de mi mama, pero estoy buscando una casa. Quiero comprar una.
Era la misma, exactamente la misma mujer que le volvió loco tiempo atrás, pero algo se había roto definitivamente. Al sutil mecanismo de la pasión le faltaba una pieza. Era como un reloj estropeado: si no marca la hora, se convierte en materia desordenada y absurda, en tuercas, cristales, ruedecillas inútiles. El reloj pierde su sustancia y ni siquiera es. Del mismo modo, los dientecitos de Lizzette, antes irresistibles, una suerte de dulces mordeduras, eran hoy unos dientes ajenos, inanimados. Años atrás no hubiera podido estar tan cerca de ella sin temblar y hoy deseaba marcharse. Le había herido.
- Y tu madre
- Muy bien. Con sus achaques, pero bien ¿y tu papa? – dijo el
- Estupendo, se volvió a casar con una italiana, ya sabes como es el pillo, dice que la tercera es la vencida.
- Que bien.
Coincidieron los dos, años atrás en una esquina del tiempo y el espacio. Pero después el mundo siguió girando y se perdieron. Y, sin embargo, ahora aún la quería. Se querían mucho los dos, de eso estaba seguro: con un amor antiguo y animal, con la costumbre de quien ha compartido gripes y de insomnios, con el mismo entrañamiento con que quieres a esa amiga que sales siempre y con la cual nunca sucede nada. La extrañaba.
- Bueno, Victor, me voy a tener que ir – sonrió ella – A ver si un día quedamos y comemos.
A Lizzette, la conocía bien, le pasaba lo mismo: estaba huyendo. Se miraron, se sonrieron; y se abrazaron estrechamente, con el dulce recuerdo de los abrazos de antaño. Que seas feliz, pensó Victor, que seas muy feliz, deseó desde el fondo de su corazón, con todas sus fuerzas. Y después se separaron los dos, muy aliviados.
Lizzette mía de siempre y la vez siempre tuyo, Victor, pensó el.
1 comentario:
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